miércoles, 25 de enero de 2012

DE HAMBRE Y DE LIBERTAD YA HEMOS MUERTO

 
DE HAMBRE Y DE LIBERTAD
YA HEMOS MUERTO

Ya fuimos el águila nocturna,
tocada en pleno vuelo.
Somos ahora una manada de bisontes.
Platas antiguas y soledades caen,
bajo el murmullo de nuestra locura,
corriendo hacia el futuro.
Ídolos de papel caen,
esmaltados ídolos,
macizos ídolos de piedra caen,
monumentos, antiguos ídolos.
Ídolos del semen infinito
y de la vaginas abiertas a los cuatro vientos,
caen ídolos de bronce, marcas históricas,
-aparentemente indelebles- caen,
se sumergen en nuestras palabras cotidianas
abandonan su soledad marmórea,
viven con nosotros.

Fuimos la mejor ilusión,
la suprema ilusión de los contrastes.
Al día oponíamos la noche.
Al sol, la luna.
Al hombre oponíamos la mujer.
Al sexo, la palabra.

Después vino la muerte,
roja, bordeando los colores del muérdago,
alterando los ritmos respiratorios,
el bien, alterando el mal,
rítmicamente alterando, todos los sentidos.
La muerte vino a vivir, tranquilamente, entre nosotros.
Poderoso ídolo entre ídolos, en nuestros brazos
majestuosa reina de la libertad, cae.

Miguel Oscar Menassa
De "El amor existe y la libertad", 1984

miércoles, 18 de enero de 2012

Recital de Miguel Oscar Menassa de Poesía Pura

Poesía, lo sé, mientras te escribo,
dejo de vivir.

Entrego, mansamente, mis ilusiones,
mis pobres pecados proletarios,
mis vicios burgueses y, aun,
antes de penetrar tu cuerpo,
-tapiz enamorado-
abandono mi forma de vivir,
miserias,
locuras,
hondas pasiones negras,
mi manera de ser.

Miguel Oscar Menassa (Fragmento de Arte Poética).
No te lo pierdas este Jueves 19 de Enero, recital de Poesía pura. En la Escuela de Psicoanálisis Grupo Cero. C. Duque de Osuna 4. Locales. A las 20.30 h. 
O por internet en: http://apps.attainresponse.com/MediaF5/liveChannel.htm?presenterId=grupocero%40comf5-com

martes, 17 de enero de 2012

Folletín Pasional entre las LLuvias

FOLLETÍN PASIONAL ENTRE LAS LLUVIAS
Enrique Molina
Argentina 1910

En memoria de *** muerta por su amante.

¡Despierta, inmensa ciudad!
Las viejas, al atardecer, tejían indefensas lanas,
en sus cubiles ocres, junto al frío,
cubiertas de indiferencia y polvorientas arañas.
Las sombras, los parques mutilados,
y las turbias mujeres líbidas paseando perros horribles,
eran ya sólo el paso doloroso de un gran día.
¡Ciudad impura y roída! Con la lluvia sobre las luces,
detiene a esa criatura que corre llena de llamas,
con un balazo en la boca y los cabellos casi agrios,
atravesando uno a uno tus edificios miserables,
-donde sonríen los durmientes: “Soñamos con bellos muertos...”-
Cruzaba todas tus puertas como el viento ciego en los árboles,
hasta golpear con su cuerpo en el espacio desnudo.

Oh, muchacha de sonriente mejilla! ¡De huracán destinado!
Dormías, sin embargo, con la noche ocupando toda tu piel y tu
  pelo,
y al amanecer, vestida con liberos linos, tal una vana diosa,
cantabas entre las verduras y la leche sumisa.
O como una sombra brillante, hudiéndote en los espejos,
con anillos dorados, entre puntillas marchitas,
al compás de los perfumes, los besos y las caricias nocturas.
Vivías sin saber nada hasta caer en tu herida.
Tus ojos, sueltos de pronto, miran con un largo llanto.
Suaves rufianes de meloso cieno y flores nauseabundas.
Esos gestos, como la arena mortecina...
Hombres que el alba envuelve en vagos lienzos salobres,
mientras que el viento que sonríe por las hojas
no ha penetrado nunca bajo sus máscaras azules.
Canallas inocentes, despojos que el demonio enamora.
“¡Qué melodiosa es la hierba húmeda...!” -¡Ah, sólo quien está
  muerto
puede dormir en esos lechos...!
Hoteles de luz rota por el vicio,
con sus paredes de mágicos papeles mortales,
como charcas estivales, ligeramente corruptas.
Mujeres en cuyo aliento se duerme funeralmente,
atrayendo hacia sí suaves nieblas con que ocultar su ceniza.
Todos con su angustia inmóvil, graciosamente malditos,
subían desde El Bajo a ver el drama.
Ella descansaba, sin cirios, pero espléndida como una infanta.
Y la sangre de sus mejillas cubríale ya todo el pecho.
¡Oh, insensato! Amaste sus hombros pulidos como piedras
   marítimas.
Su cabeza cubierta de esencias perfumadas.
Y su pesado cuerpo macizo que no era el ensueño ni el aire,
sino algo carnal y terrestre, insaciablemente nítido y enigmático,
vibrátil como un bosque cálido, donde la muerte,
bajo la piel voluptuosa, latía con delicadeza.
Y los redondos pechos colmados por un hálito tibio.
¡Oh, tenebroso mártir!
¿Oyes tu alma gemir alrededor de esos miembros
cuya belleza es ahora una llaga ignorante en tu corazón...?
Pobre cuerpo violado por una luz fulmínea:
“el amor no es tan sólo una sonata”.
Víboras con flores
conducen de nuevo la lujuria a su indolente ataúd.
Con el hueco rostro vacío, parecido a una llamarada,
corría la amante, alzando la mirada cárdena,
precipitándose a solas bajo las losas oscuras.
Criatura casi divina entre la tierra y el rayo,
como una niña extraviada en el esplendor de su espanto.
“¡Abridme!” dijo, y gemía arañando los muros sórdidos,
el rostro lleno de vidrio y la deshecha garganta.
Y cual la luz en un río, caía envuelta en su estertor,
y ya sin poder salir de él para siempre,
como aprisionada por una vaga espuma rojiza.
La anciana, con sus rugosas manos de corteza,
tanteaba los muebles y el fango de la noche,
ritualmente, buscando el cadáver de su hija.
Pero sólo conseguía derramar los floreros sobre el espacio
   indescifrable
entre las grandes burbujas de su corazón.
Ese pavor casi tierno, esa paciencia henchida de eternidad...
Ah, tan sólo el agua helada, rompiendo las ventanas,
como el pájaro atraído por el fruto más puro,
descendía insensible hacia donde la joven yacía
besada en la boca por el fuego.
Extrañamente yacía, pálida y lejana.
Tan próxima al tumulto y al horror, y ya tan ausente y plácida,
huyendo por sus heridas en lerdos arbolillos rojos.
Paso a paso, tal como sube el vaho hacia el crepúsculo invernal,
sus ropas se le transforman en un sudario empapado,
y su rostro de lava gris sonríe con majestad fúnebre.
Sólo sus pequeños zapatos sabían cómo había caído,
y de qué modo su cuerpo llenósele de blandura
para podar hasta el suelo, debajo de sus clavículas.
Coronada con luciérnagas muertas,
y esos perdidos élitros que la luz abandona,
volaba despacio la lluvia, aldededor de los amantes,
fríamente sagrada y distante como un dios
al que apenas conmueve la oración o el alarido.
Goteaba la sangre en los escalones marmóreos,
con pausada opulencia, con sus tallos movidos por una ráfaga
    espesa y cruel,
calcinada por un triste soplo.
“¡Qué armazón desolada, un cuerpo hueco!”
Estatua que se vacía hasta llevarla una hormiga,
como un cementerio de pájaros, con pequeños huesos brillando...
¡Oh, qué calma devastadora en esa leve forma que ha servido
a la vida,
colmadamente, como un prado demasiado pródigo...!
La sangre arbría las puertas del olvido.
Tristemente crecía en la nocturna espesura,
como un quejido entre cortinas, con un cortejo melancólico.
Su lúgubre árbol se movía entre la brisa.
Cada instante más fúlgido, hasta cegar al desdichado.
La mujer deslizábase al mar por viscosos declives,
ya inviolable y reunida, atrayendo viejas lágrimas,
palabras apasionadas,
sobre la lumbre triste de su carne.
¡Oh, Dios! Cuánto perdón es necesario...
¡Cuánta pasión soporta sobre su haz una pequeña gota roja...!
Las raíces del mundo se nutren de esos frutos.
Ángeles antiguos se erguían con un agujero en los ojos.
La sangre llegaba a ellos con la muerta en los brazos.
El suicida, llorando, le decía dulces memorias,
unidos para siempre por el odio y el amor como por dos
   relámpagos,
en el sopor eterno de la tierra, como en el regazo de un sufriente
   ídolo.
Un silencio bajo, un vasto silencio,
traído por un pobre viento húmedo,
envolvía, como una planta trepadora,
esa muerta de espaldas con los labios destruidos,
que pasaba, ignorante, entre lucientes nubes
como el aliento frío de los campos.
Frescas violetas corren hacia su viso purpúreo.
¡Oh, Dios oscuro! ¡Oh, impasible y dolorida tierra!
Cumplidos están estos destinos, y algo solemne y denso hacia ti
desciende,
como el vuelo de un ángel cuya cosecha fue espléndida.
Algo lleno de sufrimiento y de inocencia,
como una oración repetida desde el infierno,
un sonido de arterias donde el amor ardió de un solo golpe,
de amantes razones desarbolados hasta el musgo.
Son las rotas sonrisas, los miserables sueños por fin innecesarios,
los ropajes cubriéndose de azules y menudas setas,
los cabellos ya desiertos, el rumor de las hojas caídas
   en vano los grandes bosques,
conduciendo hasta el fondo de la noche
estos pobres cadáveres mojados por la lluvia.